Lo queramos o no, todos, en mayor o menor medida, nos hemos sentido atraídos por hechos como el acaecido un 13 de mayo de 1.917 y, sobre todo, por sus supuestos mensajes.
Dicen sus detractores que es irracional creer en algo que, científicamente, no puede demostrarse, aunque algunos de los fenómenos que rodean a tales hechos sean de tal entidad que, al menos, superen las leyes naturales y, por lo tanto, la pura física.
No siendo dogma de Fe, a católico alguno se le puede exigir aceptar la veracidad de tales hechos aunque sean de índole extraordinario o inexplicable, pero ello no es óbice a que tanto creyentes como no creyentes sientan curiosidad, sana o insana, de saber y conocer cuál es el alcance de aquéllos y su potencial autenticidad.
Si bien constan datos sobre Apariciones Marianas desde el principio de la Cristiandad, incluso en vida de la Santísima Virgen al Apóstol Santiago (año 40 d.C.), sin olvidar Guadalupe (1531, México), lo cierto es que en los últimos decenios aquéllas han cobrado actualidad, no sólo por su cuantía, sino, incluso, por la relevancia de sus supuestos mensajes, tanto desde el punto de vista teológico, como escatológico.
Desde La Salette (1846, Francia), pasando por Lourdes (1858, Francia), hasta llegar a Fátima (1917, Portugal), todas ellas reconocidas por la Iglesia Católica, sin olvidar innumerables y supuestas revelaciones privadas, para concluir en las recientes, y no menos polémicas, de Garabandal (1961, España), de Medjugorje (1981, Bosnia) y Kibeho (1981, Ruanda), esta última recientemente reconocida por la Iglesia Católica, lo cierto es que nadie, creyente o no, permanece indiferente ante tales acontecimientos.
Aunque ya les anticipo que yo sí acepto dichos fenómenos, en la medida en que éstos se ajusten al Evangelio y, en todo caso, hayan sido confirmados por la Iglesia, lo cierto es que el motivo último de este artículo, más que servir de instrumento de apoyo a dichos fenómenos, es desenmascarar a los hipócritas que pululan, ya a favor, ya en contra, alrededor de aquéllos.
Existen varios comunes denominadores que a la postre fijan una pauta segura de tales acontecimientos; a saber:
1.- Los “videntes” suelen ser niños o muy jóvenes y, en la mayoría de los casos, analfabetos o poco instruidos.
2.- Los mensajes tienen un profundo poso teológico, que comulga plenamente con el magisterio de la Iglesia Católica y, en algún que otro caso, ha provocado el adelanto de la proclamación de un dogma que, aunque no de derecho, si de hecho era comúnmente aceptado por la mayoría de los fieles y los Santos Padres.
3.- Se producen en circunstancias históricas y/geográficas que, bien fortalecen la realización práctica y segura de una evangelización (caso de El Pilar y Guadalupe), bien sirven de revulsivo para la Fe de los Cristianos frente a la opresión y persecución.
4.- Reafirman dogmas que “intencionadamente” se han pretendido olvidar o, al menos, desvirtuar, y no sólo desde fuera de la Iglesia.
5.- Nos recuerdan insistentemente el inmenso valor del sacrificio y la oración.
6.- Como prueba de veracidad, amén de acontecimientos más o menos extraordinarios que los acompañan, suelen informar sobre acontecimientos que luego, con el devenir del tiempo, se suceden inexorablemente.
Tales circunstancias, lejos de enterrar tales fenómenos, por el contrario, han aventado la polémica.
Para los “inteligentes”, para los “intelectuales”, para los “sabios”, para aquéllos que siempre se han guiado por los halagos humanos, les ha resultado ciertamente difícil entender cómo es posible que el Cielo pudiere preferir a alguien tan humilde, tan insignificante, para transmitir un mensaje transcendental.
¿Qué sentido práctico, qué sentido racional, lógico, se podría esconder ante semejante decisión?
Y he aquí, precisamente, la primera contrariedad, pues carece de lógica “humana” que pretendiendo, como parece deducirse de la intención, transmitir mensajes transcendentales y/o de profundidad teológica, se elija como mensajero a alguien que carece de la más mínima instrucción, cuando no madurez.
Se trata, pues, de un auténtico signo de contradicción, pero que, en sí mismo, excluye la lógica del fraude.
O dicho de otra manera: Si alguien pretende transmitir un mensaje importante, si alguien pretende otorgar un apariencia más o menos seria a un evento, la “lógica humana” le compelería a designar como mensajero a alguien que tuviere un mínimo de credibilidad pública, a alguien mínimamente reconocido socialmente como “persona seria”, “intelectual” o “sabio”, pues resulta evidente que nadie o casi nadie osaría contradecir (o, al menos, se lo pensaría dos veces antes de hacerlo) a un científico o personaje de fama irrefutable, bajo riesgo de quedar en ridículo.
Sólo, pues, desde la óptica de la sencillez, de la humildad, a la luz, en cualquier caso, de los Evangelios (no olvidemos la predilección del Señor por los humildes y los infantes), puede entenderse que los receptores de los mensajes sean, precisamente, los más humildes entre los humildes, los más despreciados de la sociedad, aquéllos a los que, precisamente, la sociedad opulenta y burguesa olvida, aunque “de palabra”, de vez en cuando, se digne a mentar.
Pero lo más significativo, si cabe, es que seres tan “insignificantes”, tan “indefensos”, sean, precisamente, los que al final den ejemplo de entereza, sobriedad y obediencia.
Esto, precisamente, es lo que les rompe los esquemas, porque si a cualquier niño basta con amenazarle con un “cachete” para que se doblegue ante cualquier orden, sin embargo aquéllos, lejos de inclinarse, mantienen incólume el mensaje y su deber.
¿Cómo entonces puede entenderse que unos “mocosos” puedan confirmar, cuando no afirmar, dogmas de enorme profundidad teológica y que, en modo alguno, entran dentro de la dialéctica racional, provocando, ya “ab initio”, el fracaso de cualquier disquisición, más o menos, tendenciosa?
Ni es lógico, ni deviene eficaz desde la óptica humana.
Desde la afirmación del dogma de la Inmaculada Concepción, hasta la confirmación de un dogma ya olvidado por muchos cristianos, incluso por parte del clero, como es la realidad de Satanás y del Infierno, resulta incompresible aceptar “racionalmente” que unos “imberbes” pudieren propagar a los cuatro vientos lo que casi nadie se atrevía a afirmar ni siquiera en secreto.
Pero si hay algo que, sinceramente, a mi me ha removido el interior, lo que, en cierto modo, me ha llevado a aceptar lo que la Iglesia anticipadamente ya ha aceptado para algunos casos, es la proclamación de un valor tan poco popular, tan escasamente aceptable para este mundo, y menos en la época en la que vivimos, cual es el valor del sacrificio como expresión suprema del amor.
Esto que para mi y, supongo, para todos no deja de ser una doctrina dura e “irracional” , deviene en cierta cuando alguien, contra viento y marea, contra todos y todo, te hace entender, aunque sea implícitamente, que el amor, el auténtico amor, sólo es amor cuando has sufrido, incluso fenecido, por la vida de otros.